Fue una jugada maestra inesperada. Ocho ministros de la Suprema Corte de Justicia de la Nación (SCJN), incluyendo a la presidenta Norma Lucía Piña Hernández, decidieron dar una lección de dignidad a México. Y en vez de defender con denuedo sus períodos constitucionales, apostaron por el ideal.
A la parte contraria, José López Portillo, siendo presidente de México –quien entre sus frivolidades no contó la falta de talento ni profundidad intelectual– dijo una frase que retrata de cuerpo completo a los ministros que decidieron permanecer aferrados a sus cargos: “los políticos no renuncian”. Cuánta razón.
Esta frase define claramente una línea divisoria entre dos tipos de servidores públicos: los políticos y los estadistas. Los primeros desean el poder en sí mismo, sin importar el bienestar de la Nación. Los segundos, están dispuestos a sacrificar sus propias ventajas, si esto significa servir a su país.
No se evalúa ni califica la legitimidad de ambas posiciones. Pero los ministros renunciantes nos dan una muestra de civilidad, sacrificio y madurez personal a los que no muchos están dispuestos. Renunciar a sus derechos adquiridos es una muestra palpable de dignidad. Si quisieran aferrarse a sus cargos –ellos lo saben bien– podrían litigarlo con amplios conocimientos y ventajas.
Pero decidieron no contribuir al enrarecimiento y a la confrontación, en un régimen que vive y se sostiene bajo el principio político divide et impera (“divide y vencerás”). Y con ello dejar de servir de pretexto para atacar a una Corte de Justicia que ha sabido mantener su dignidad, a pesar del duro presidencialismo que en ocasiones ha desdibujado las fronteras entre los poderes de la república.
Optaron por una verdadera institucionalidad.
Prefirieron no exponer a la institución a la que sirven. Saben que en la medida de la rapidez con que se resuelvan las contradicciones a las que las expone el poder público, el devenir histórico se encargará también con celeridad de resolver las incongruencias inherentes entre el derecho y una vocación dictatorial.
El texto de la ministra Norma Piña es ejemplar. Se fundamenta en “el texto constitucional vigente”, para presentar su “renuncia anticipada con efectos al 31 de agosto de 2025”. Y aclara: “Esta renuncia no implica mi conformidad con la separación del cargo para el que fui designada originalmente hasta el 10 de diciembre de 2030, sino un acto de congruencia y respeto al texto constitucional que hoy nos rige”.
Es justo mencionar que, en el mismo sentido se pronunciaron los ministros Luis María Aguilar Morales, Javier Laynez Potisek, Juan Luis González Alcántara Carrancá, Alberto Pérez Dayán, Margarita Ríos Farjat, Jorge Mario Pardo Rebolledo y Alfredo Gutiérrez Ortiz Mena. La convicción, la responsabilidad y la mesura, se traslucen en sus textos.
Sobre la ética de la convicción y la responsabilidad dijo Max Weber que persiguen, la primera, principios y valores absolutos, sin considerar las consecuencias, propia de los movimientos revolucionarios y los ideales utópicos. Y la segunda, las consecuencias de las acciones y la responsabilidad hacia los demás, propia de los servidores públicos y los administradores.
La prevalencia de la convicción puede generar inflexibilidad y falta de consideración a las consecuencias. La de la responsabilidad, oportunismo y falta de principios. Aunque aparentemente el papel de ambas pudiera parecer contradictorio, las dos son necesarias para la realización de diversos objetos del Estado.
El factor de síntesis es la mesura, como capacidad para encontrar un equilibrio que permita al servidor público actuar según una u otra, en la toma de decisiones en un determinado momento de la historia. La mesura implica considerar las consecuencias de las acciones y ajustar los principios según la situación.
No encontré un mejor término que el adjetivo obsoleto “deponible”, para calificar la situación de los ocho ministros cuyas renuncias se encuentran a disposición del Senado, el que se encuentra en un interregno mientras que el Poder Ejecutivo no le instruya sobre el caso. Al menos al momento de escribir esta columna, la señal al estilo romano con el pulgar hacia arriba o hacia abajo, aún no había sido dictada.
De lo que no hay ninguna duda es de que, la mesura fue la actitud preponderante de los ministros “deponibles”: supieron interpretar las circunstancias y, sin vanidad ni egoísmo, decidieron no echar su cuarto a espadas, pese a que en materia jurídica tienen las de ganar. En vez de esto, decidieron con altura de miras dejar de ser la manzana de la discordia y darle paso al inapelable juicio de la historia.
Ellos, los ministros “deponibles”, prefirieron la azarosa pero recta alternativa de luchar por un ideal, en vez del seguro camino de los acomodaticios. Conscientes de que, como lo enunció de manera elegante José Ingenieros en El Hombre Mediocre”, se trata de “un gesto del espíritu hacia alguna perfección”:
“Cuando pones la proa visionaria hacia una estrella y tiendes el ala a tal excelsitud inasible, afanoso de perfección y rebelde la mediocridad, llevas en ti el resorte misterioso de un ideal. Es ascua sagrada capaz de templarte para grandes acciones. Custódiala: si la dejas apagar no se reenciende jamás. Y si ella muere en ti, quedas inerte: fría bazofia humana…”
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