Tapachula se ha forjado de personas de distintos lugares que acudieron a esta ciudad por casualidad, por trabajo, por castigo o simplemente en busca de una aventura que les cambiara la vida.
Una de estas casualidades fue la que trajo a estos lares al ingeniero Francisco Amaya Castro quien llegó a esta ciudad en mayo de 1976, contratado por una compañía de agroquímicos, su trabajo consistió en realizar muestreos en distintos ranchos de la costa de Chiapas, así, al cabo un año, este oriundo de San Luis Río Colorado, Sonora, conocía los distintos tipos de suelo de la región.
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Un trabajo similiar desempeñó en Honduras y Costa Rica a donde acudió esta vez al servicio de una empresa bananera donde aprendió las practicas más avanzadas para la mejora del cultivo de esta fruta en esa época.
Fue esta experiencia por la cual fue invitado a volver a México ahora desempeñándose para Conafrut pues el ingeniero Amaya conocía sobre mango, piñas, palma africana, rambután, carambola, plátanos, mango y papaya, entre otras frutas exóticas que tan bien se cosechan en la región del Soconusco.
Así fue como de nuevo el destino lo trajo a Tapachula donde detectó la plaga de Sigatoka negra entre los cultivos de plátano, una agresiva enfermedad que afecta a los cultivos de banano y que los agricultores habían confundido con Sigatoka amarilla, una menos dañina variedad.
Fue en junio de 1981, cuando Francisco Amaya se muda definitivamente a México, acompañado de toda su familia, atiende a la propuesta de Rolando Stivalet, Román Gómez y Raúl Nava para trabajar con ellos. Fue así como nació la Cooperativa Lacandona para integrar un grupo de productores y exportadores de plátanos.
Pero además, buscarían también con su experiencia, fumigar los ranchos y prevenir que los cultivos fueran devastados por la sigatoka negra.
Como suele ocurrir, hubo desaveniencias por lo que Rolando Stivalet se alejó de esa sociedad y convenció a Amaya de trabajar únicamente para él ofreciéndole un atractivo bono en caso de mejorar la producción, cosa que el ingeniero sonorense no sólo cumplió sino que rebasó las expectativas.
Con el bono, sus ahorros y un crédito de Bancrisa, Amaya lograría su gran sueño: adquirir su propio rancho, el cual es La Perla del Coatán en Mazatán.
Experto en el campo y además con gran visión, contrató a otros ingenieros que conocieran la tecnología de punta de ese entonces para mejorar la producción logrando así la adecuación de zonas altamente productivas, acondicionó las plantaciones con empacadoras para seleccionar y empacar la fruta, además de cable-vías, sistemas de riego presurizado y drenajes para evacuar excedentes de humedad.
Pero no todo acababa en el manejo del cultivo, para hacer productiva una empresa, adoptó los sistemas de manejo administrativo, control de récords y registros de prácticas laborales, así como controles de costos, tal como se llevaban a cabo en las compañías Norteamericanas.
Al ver el éxito de estas prácticas, paulatinamente los demás productores terminaron adoptándolas.
Todos estos controles llevaron a una lógica mejora en la calidad de la fruta, con lo que se logró no sólo la distribución del fruto a nivel nacional, además se iniciaron las negociaciones para exportar la fruta.
Además del cultivo del plátano, sembró árboles frutales exóticos con material que compró e importó de Costa Rica con la debida autorización migratoria. Trajo una variedad dulce y más grande de carambola, conocida como Star Fruit, cuatro variedades de rambután e introdujo el mangostín.
La fortuna fue bondadosa con el ingeniero Francisco Amaya que se enamoró de esta tierra donde creció su familia, sus posesiones y a la que generosamente entregó sus conocimientos y su trabajo arduo.