Se trata de un trozo de la historia mexicana, sin detenernos en un personaje como fue el tan amado como odiado Porfirio Díaz. Un militar oaxaqueño que alcanzó la presidencia tras derrocar a Sebastián Lerdo de Tejada, el mismo que dejó como herencia el período que se conoce como Porfiriato (1876-1911).
Esta es la historia de un amor que tuvo como ingrediente principal la amistad, es la historia de una mujer y un hombre que, como en muchos casos, el amor los invitó a respetar a cada uno sus vidas privadas en nombre, claro está, del amor. Le Sugiero no emitir juicios a la ligera, ya que sí alguien tiene que ser juzgado de acuerdo a sus propias leyes y a su tiempo, son ellos.
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Casi todos los hombres, como lo marca la especie, demuestran su poder a través del número de concubinas; Pocos, aunque algunos dicen que no existe presidente ni gobernante en turno que no sostenga en su closet privado un juego de sábanas blancas para sacudir su infidelidad, lo cierto es que no todas tienen el fino sello de calidad y discreción como la historia que hoy le comparto.
Sí en la vida de un mortal común existe una segunda mujer que todavía se pavonea por la banqueta de enfrente y reta a la esposa, en la de un hombre con poder y dinero, es mayor, nos guste o no. El secreto, como dice un amigo bastante infiel, consiste en el arte de la discreción.
La historia es de la vida real y los personajes, atraídos por el destino, jugaron un papel importante en el ambiente romántico, pero sobre todo, llenó de historia y progreso el Istmo de Tehuantepec, en donde por cierto, la raza se mejoró gracias a la intervención de los franceses y unos guerreros españoles, a quienes se les atribuye y se les patentiza la existencia de mujeres bellas y atrevidas. (sobre todo en la zona de Juchitán).
En el Istmo de Tehuantepec existe una mansión aunque casi en ruinas y desmantelada por la familia, se trata de una réplica en pequeño del Castillo de Chapultepec. La mansión es lo único que queda en pie de aquella historia de “amistad”.
Una casa que hasta hace varios años estaba inexplicablemente llena de lujos pero que se sostiene con columnas fuertemente armadas por un romance lleno de chismes y leyendas, le llamemos así. Todo es acerca de la amistad íntima que sostuvo una mujer de nombre Juana Catalina Romero con Don Porfirio Díaz, pocos años antes de que se impusiera durante más de 30 años en el poder, y después también.
Por alguna razón que habita entre la dignidad y la vergüenza, la familia de esta mujer, muy católica por cierto, y que se levanta a través de hijos adoptivos, niega rotundamente los encuentros amorosos de esta hembra zapoteca y el famoso General, sin embargo, varios historiadores de la época y hasta Enrique Krausse, confirman que tal romance clandestino existió y que nada es cuestión de ficción, amén a cartas y fotografías que se exhibían en la mansión, porque hoy no queda nada, más que los fantasmas de los que la habitaron.
De generación en generación se transmite el pasaje que, cuando Porfirio Díaz, hombre gallardo de 1.80 de estatura, radicaba por el Istmo de Tehuantepec en calidad de soldado raso federal y de bajo rango, en uno de sus escapes de las fuerzas enemigas, fue Juana Catalina, fue la mujer que lo escondió entre sus enaguas, y no estaba en un campo abierto, si no, entre un platanar, situación que convirtió la protección no solo en una simple ayuda de vida, sino en un lazo que tiene que ver con las feromonas.
Ese olor, peculiar de aquella portentosa y atrevida mujer que lo protegió entre sus enaguas, se lo llevó gravado en el recuerdo Porfirio Díaz, al ser salvado del ejército francés hasta la silla presidencial, quien, como todo buen caballero, respondió a aquella ayuda a través de ese aroma inolvidable.
Juana Catalina Romero, era una mujer fuerte que comercializaba tabaco, de manera artesanal fabricaba sus cigarrillos y los vendía en las cantinas del pueblo, era ya la portadora de un cerebro de fenicio así que un día, se armó de valor y se fue a buscarlo.
Era una mujer analfabeta, pero de condición trabajadora, de decisiones fuertes que, un día empacó unos trapos y se lanzó a la ciudad de México a visitar a Porfirio, para exponerle que su pueblo no contaba con carreteras y mucho menos con escuelas, un viaje de muchos días.
Don Porfirio Díaz, siendo mandatario de esta nación, no dudó en recibirla cuando se anunció tras varios días de camino para llegar al Distrito Federal, como todo hombre agradecido cumplió así sus caprichos y pedimentos.
Cualquier mujer en nuestros tiempos hubiera solicitado una cuenta jugosa e inagotable en algún banco, una mansión, autos, joyas, trabajo para sus hermanos y por supuesto, poder absoluto, lo más trivial que ocurre aún en día.
La historia confirma que gracias a ella, llegaron a México los primeros Hermanos de la Orden Marista, venidos de España solicitados por el presidente de la república en un barco de vapor, porque entre sus limitantes estaba el no saber leer y escribir, así que Don Porfirio, lleno de gratitud hacía ella por haberle salvado la vida, le mandó a construir, edificar en el centro del Istmo de Tehuantepec, además de una escuela que lleva el nombre de “Juana C. Ronero”, un palacete con 8 habitaciones, jardines, salón principal, cocina amplia, un comedor para 40 comensales y caballerizas al fondo de la propiedad, todo debidamente decorado con muebles importados de Europa, cristales de oro florentino y porcelana Checoslovaca, así como grandes extensiones de tierras para que las cultivara y claro, una buena cantidad de monedas de oro.
El “amigo” de esta mujerona que llevó el progreso al Istmo de Tehuantepec, es el mismo que con sus obras, se inmortalizó mandando a construir el Palacio de las Bellas Artes, el Bosque de Chapultepec, el Palacio Postal, el Gran Hotel de la Ciudad de México, el Hemiciclo a Juárez, el mismo Monumento a la Revolución, etc.
Así que poderoso al fin como lo es un mandatario de la nación, llevó hasta allá, cruzando la ciudad, la vía férrea. Sí, él mando a construir el ferrocarril que atraviesa la ciudad, y recorría precisamente frente a la mansión, y en esa casa única en todo el sureste, era una escala oficial que Porfirio Díaz, realizaba durante sus visitas presidenciales.
No era una mujer bella, era una hembra de buenas proporciones y piel morena, aunque Enrique Krausse, en su novela que vendió al canal de las estrellas, la coloca como una casquivana que comerciaba con tabaco. Por supuesto que nadie podrá saber qué tenía aquella mujerona que atraía a través del viento las sábanas presidenciales hasta su humilde imperio.
Era como una especie de Cleopatra que, sin proponérselo, aquel hombre de vestimenta de gala militar y medallas de oro en el pecho, llegaba hasta ella escoltado de jóvenes y apuestos cadetes del Colegio Militar.
Cuentan los viejos que los niños corrían desde la estación ferroviaria cuando escuchaban el silbido de las maquinas siguiendo aquella caravana de vagones lujosos con gruesos cortinajes de terciopelo rojo y galones de hilo de oro para ver cómo se estacionaba frente a la casa de Doña Cata, como conocían a la benefactora del Istmo, y verlo bajar con su espada escrupulosamente pulida y sus bigotes bien peinados, mientras los cadetes, arrojaban desde el ingreso de la estación hasta aquella mansión, monedas de plata a los niños mirones y hambrientos. (es la única parte del romance que no es de mi agrado)
El tren se estacionaba frente a la mansión, realizaba una escala, e ingresaba a la casona a tiempo que los criados cerraban las pesadas rejas de hierro forjado y nadie más sabía qué ocurría en el interior de aquella casona.
Los vecinos se encargaron de hacer popular la historia diciendo que, aquella mujer que ya no vestía rabona y huipil (traje típico del Istmo de Terhuantepec), sino altos diseños con cuello repleto de encajes confeccionado en seda importada, le complacía con sus manos sobre el hermoso piano de cola interpretando "La Sandunga", mientras Porfirio, perdía su voluntad, Catalina lo seducía con su música regional y sus encantos femeninos...
Pocas mujeres podrán darse el lujo de tener un "amigo" así. Si en realidad era solo una amistad especial como el que ella sostenía con el hombre más importante de la nación que marcó una época, deben existir muchos secretos que nadie sabe. Fueron las evidencias que existieron alguna vez, las que confirmaban que entre aquella pareja hubo algo más que una fina y especial amistad, sin embargo, Juana Catalina, fue una mujer que consiguió mucho para su pueblo.
A pesar de todo, fue una mujer que llevó mucho beneficio para su pueblo, tal vez sea eso lo que aplacó un poco el chismaral común, y nadie se atrevió en su momento a despotricar sobre aquella pareja que públicamente, nunca se exhibió como tal.
Después de la muerte de aquella mujer y cuando Don Porfirio había huido a Francia llevándose un baúl con 5000 monedas de oro, muchos escritores hicieron leña de aquel idilio, la casa se cerró y con ella también se quedaron guardados el perfume de amor de quienes, a la hora del té y la sesión de música, mientras los cadetes resguardaban la residencia, se confesaban y comprobaban su amor...
La historia de Don Porfirio Díaz y Juana Catalina Romero, es una historia de amor sazonada con fina amistad y bañada con discreto amor que nadie podrá igualar, por los tiempos y la moral, desde luego. Juana Catalina y Porfirio, son ejemplo de amor y agradecimiento.
A Porfirio Díaz, se le debe el desarrollo más grande con la construcción de las vías del ferrocarril, llevando a México, a competir mundialmente y a Juana Catalina Romero, el progreso del Istmo de Tehuantepec.
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