Lourdes Arriaga Ramírez, es maestra de preescolar desde hace más 20 años, los primeros tres en “Alternativas”, un programa de escuelas rurales y el resto en una conocida escuela particular en Tapachula.
Educadora de profesión, desde muy joven se internó en el mundo de la educación para ver si esa era realmente su vocación. “Cuando estaba en la prepa me fui a un kínder en el barrio Noche Buena, de Metapa… para ver cómo era el funcionamiento de dar clases”.
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Ahí estuvo de manera gratuita, era una escuela unitaria (todos los grados están en el mismo salón) y ella cubría a la maestra cuando no llegaba.
“Siempre con mucho temor de si estaba o no desarrollando bien el trabajo”, recuerda aún con nerviosismo; fue ahí donde nació su pasión por la atención a los más pequeños, los de preescolar.
“Pareciera el paso más simple, son los chiquitos, pero es fundamental en la educación y como tal se tiene la responsabilidad de sentar buenas bases de aprendizaje. Nos tenemos que adaptar a la situación del niño, buscar las estrategias adecuadas porque no todos aprenden de la misma manera”, comenta.
Lourdes está al frente de un grupo de 15 niños y se le ilumina el rostro cuando habla de ellos, “mis niños”, les dice. Los conoce, se dan a querer fácilmente, afirma, y hasta entiende el complicado lenguaje de los más pequeñitos, los que aún no pronuncian bien las palabras o las inventan, pero ella sabe darle sentido a frases que para cualquier otra persona son incomprensibles, “magia”, le llama ella.
“Todos los niños son diferentes, algunos son más auditivos, otros más visuales o kinestésicos, por eso no se pueden generalizar los métodos”, afirma.
Es importante darles libertad y que vayan tomando decisiones, en lugar de que siempre se les diga qué hacer: “cada niño identifica con qué se siente más apegado… ellos mismos van buscando sus propios juegos, sus propios materiales para desarrollar sus actividades, colores, plastilinas, papel, para que lo rasguen, lo hagan bolitas, y todo eso les ayuda al proceso de la escritura, por ejemplo”.
Hace énfasis en la importancia del preescolar, “el primer contacto con la educación”, y tanto es así que con ternura cuenta que muchas veces cuando se les pregunta a los niños qué quieren ser de grandes automáticamente dicen: maestro.
Sabe por experiencia que se aprende mejor por medio de los juegos, de los cantos, “aunque ahorita los niños ya son más digitales –dice un poco agobiada–, ya usan más la tecnología, manejan un celular, una tableta”. Y es que, por ejemplo, si se trata de armar un memorama, prefieren hacerlo en la computadora a intentarlo físicamente con el material.
También han cambiado sus gustos musicales, ya casi nadie pide a Barney y las canciones de Cri Cri no les llaman la atención, ahora es Bartolito, el Baby Shark, que es lo actual, lo que quieren bailar y cantar. Todo cambia y el maestro debe adaptarse, actualizarse. La pandemia fue un gran reto, porque entonces había que dar las clases de una nueva forma, en línea, sin las ventajas de la cercanía, del contacto.
Pero no solo durante la pandemia, el acompañamiento de los padres de familia es básico para un desarrollo integral: “Se necesita hacer equipo, no hay de otra. Hemos visto que los valores se han perdido, y los valores vienen de casa; nosotros como docentes nada más reforzamos y nos está costando mucho porque se está perdiendo esa parte importante de la educación. La primera escuela es la casa”.
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Disciplina, puntualidad, orden, responsabilidad, son cosas que no se aprenden en las aulas. Le gusta hacer a sus niños independientes, autónomos. Con los de primero, las primeras semanas las tiene muy cerca, luego ya los va soltando porque le gusta que experimenten, es el mejor aprendizaje, el que ellos descubran sus formas para resolver un problema sin necesidad de que la maestra vaya y le diga cómo, y hasta ellos mismos se sienten satisfechos cuando lo logran.
Así es como ha trabajado la maestra Lourdes Arriaga prácticamente durante toda su vida y aunque hay momentos en que ya quisiera retirarse, sabe que extrañaría las sonrisas, los abrazos, el barullo, su salón lleno de dibujos, de recortes, su mandil manchado de pintura, las manos llenas de plastilina, porque ser maestra o maestro, que también los hay hombres, no es sólo una profesión, es una forma de vida.